lunes, 5 de enero de 2015

Inmortal

La desidia espiritual es el veneno de las muchedumbres
de las almas el mal que acaba con todos los hombres;
porque no hay muerte mas verdadera en sentido último
que el deceso del pensamiento por el tiempo y sus cumbres.

Que deber cuidarse hasta del detalle más ínfimo
del momento primero, del instante más íntimo
en que la idea de que nada vale la pena irrumpe
que el dolor de las causas es de los dioses el timo.

Calmen, arrebolados sentimientos! Aun no corresponde
que mi futuro esté vacío, de ver lo que el pasado esconde.
Que muera el cuerpo que los contiene, pequeños deseosos,
que no muera la mente que a cada segundo los propone.

La preñez de instintos originales puros y celosos
la dulce espera de los conceptos que esperan filosos
a que cierre la mano, y sangre temiendo a los nombres
de los sicarios impecables vanidad desidia y Cronos.

Que desidia espiritual es el veneno de las muchedumbres
de las almas el mal que acaba con todos los hombres;
porque no hay muerte mas verdadera en sentido último
que el deceso del pensamiento por el tiempo y sus cumbres.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Seven



Pocas veces una charla significativa no es acompañada por el alcohol. Siendo alguno de mis amigos y yo los interlocutores y amores la ocasión de coloquio, podemos aproximar el pocas veces a casi nunca. Sin embargo (debido a alguna curiosa singularidad en el espacio-tiempo social) el mate amargo sirvió para apurar una conclusión que viene siendo la madre del presente texto: la envidia es un pecado aburrido. No es necesario aclarar que esas seis palabras que puse en negrita, son en realidad la simplificación de una gran voltereta intelectual en la que nos creíamos dos cerebros privilegiados intercambiando genialidades. Todo muy normal y humilde.
Permitámonos evaluar a cada uno de los pecados capitales, no en la forma en que son dañinos sino en su forma disfrutable, en ese sabor dulce que luego traerá problemas, pero que al momento es placenterísimo.
La soberbia: mezcla de orgullo, desprecio hacia quien uno piensa como inferior, sentimiento de omnipotencia, y el ingrediente más importante: tener elementos para todo lo anterior. Ser soberbio es una cagadísima enorme, sobre todo porque esa condición suele dotar al portador con una gran confianza en sí mismo, brindándole resultados exitosos en casi cualquier cosa que se proponga. Resulta que cuando lo dice Paulo Cohelo, creer que uno puede es la clave para ser feliz y ¿cómo el mundo no puede verlo?; pero cuando lo dice Sergio Rodriguez es un canto al orgullo e individualismo, motivo de calificativos como pedante y de consejos como bajate del pony. En fin, está primera en la lista porque es el que más cerca siento y porque no me parece aburrida para nada; la soberbia es cosa seria, no se puede coquetear con ella cuando se la tiene lejos, ni se la puede abrazar cuando se la tiene al lado.
Nadie puede negar que un notable placer reside en la gula. Es quizá el más gráfico y cotidiano de los pecados capitales y de su definición. Puede cambiar el objeto del placer en la gula por una cuestión de gustos, pero nadie se queda afuera. Si no es el más popular de los pecados pega en el palo, y por supuesto no es aburrida una gran panzada nunca en ningún punto del tiempo.
No me voy a meter con la obviedad de la lujuria, chanchón/a. Andá a leer Fifty Shades of Grey y mejor suerte la próxima.
La ira. Ah, la ira! Si la adrenalínica sensación de gritar enfurecido hasta estar mareado no te es agradable quizás necesites ir al médico, es probable que no tengas sangre. Seguimos siendo animales, seguimos encontrando la propia esencia última y primigenia en nuestras respuestas más instintivas. Y disfrutamos de hacerlo.
Escribir sobre la pereza es un oxímoron, analizarla con cierta profundidad es muy difícil. Pienso en la pereza como en la versión espiritual de la inercia, pero sólo funciona para mentes quietas. ¿Qué mayor placer que reposar el cuerpo y el cerebro en simultáneo y en plena conciencia? ¿Hay algo más odioso que empezar algo?
El arte de la acumulación y la alegría por las cosas que se quedan quietas, seguras, tuyas. Avaricia. Si la avaricia no es el pecado de la seguridad, que me sopapee un mono tití ahora mismo. La avaricia empuja a conseguir más; nunca es suficiente, siempre hay algo para ir a buscar. Es muy obvio que no está bueno depender de cierta montaña de bienes para ser feliz, sin embargo hasta los hippies falsos de Calle 13 tienen un hermosísima cuanta bancaria que se infla cada vez más mientras cantan "mi disquera no es Sony, mi disquera es la gente".
Y al final: la envidia. ¡Qué cosa más aburrida el envidiar! El espíritu se inquieta y sufre por lo que posee el otro, y no existe ni el más mínimo disfrute en el camino, ni siquiera en los término más terrenales o materialistas.
La envidia es un embole.
Así y todo tiene millones de practicantes de la más variada índole. Recorriendo desde el envidioso de las grandes cosas, como el talento y los grandes logros; hasta el de las cosas más vanas, efímeras y despreciables, como el dinero y la popularidad. Reúne la envidia lo más feo de sus seis hermanos, cuando se manifiesta de forma pedante como la soberbia (igual estaban verdes, dijo el zorro), cuando envidia con gula y sin poder parar, cuando se desmiden las pasiones y se envidia la lujuria y con lujuria, cuando se envidia la posibilidad de vagar y cuando se envidian los bienes. Tiene todo lo feo y no tiene nada de lo lindo.
Un poco por suerte, otro poco por herencia, y un poco adicional (pero más chico) por elección; nunca fui envidioso. Es muy difícil perseguir con ascetismo la virtud, hasta incluso ya es difícil esquivar los errores, aunque sean estos flagrantes como los capitales. Pero pienso seguir intentando porque todavía no estoy muerto, todavía no fui.
Y pienso esquivar con muchas ganas al único pecado que es tal para Dios y para el mundo.
Todos los días.
Siempre.